DISCULPEN LA obscena exactitud del título, pero a veces la claridad se desliza allí por donde más duele. Y precisamente en ese espacio sagrado toca hincar los venenosos tridentes ahora, en lo más privado de uno mismo, porque el resto, lo público, el entramado democrático que solemos llamar sociedad, ha dado la espalda (nunca mejor dicho) al programa nacionalista por excelencia: convertir nuestra comunidad bilingüe en una horda monolingüe a espejo y triste semejanza del modelo catalán. El nuevo plan de política lingüística del gobierno nacionalista de las Baleares, que pretende que el catalán sea el condón que envuelva y proteja toda relación interpersonal, es una reacción esquizofrénica y patológica a la libertad de los ciudadanos de las Islas, a todos aquellos que de vez en cuando se toman en serio a sí mismos y deciden elegir en qué lengua se dirigen a los demás sin mayor justificación metafísica que la de su propia voluntad individual.
Si tuviésemos gobernantes verdaderamente demócratas, no habría espacio para el chantaje y el martirio del que hacen gala Armengol y sus ridículos lacayos, fascinados por convertirse en víctimas del albedrío de los demás y sobrecargar así de moral revanchista y resentida su ideología totalitaria. En ellos no cabe la moderada resignación, el noble estoicismo de quien debe reconocer los designios de una mayoría y admitir los propios límites y las propias carencias. Y retirarse a otra cosa. Esto, que es el pan diario para muchos de nosotros, es para ellos un ultraje, una humillación insoportable que roe por dentro las entrañas de sus inquebrantables creencias: a falta de dioses, la religión que veneran son la lengua y el territorio.
Si todo sale como lo prevé este engendro de gobierno de Cromañón, el catalán no solo será un requisito para acceder a la función pública, sino también una condición sine qua non para que lo privado se convierta en público. Todo acto de comunicación social a nivel pragmático, es decir, la razón de ser de nuestra economía, deberá pasar por este embudo lingüístico. Si los cuatro rancios doctrinarios de este proyecto coleccionaran algún resquicio de inteligencia en su mollera, sabrían que ha sido precisamente la imposición y la exigencia lingüística la que ha torpedeado por dentro su anhelada cruzada nacionalista: no hay nada como imponer el catalán para que la gente, simplemente por el gusto de sentirse autónoma y liberada, se exprese en castellano. Sin embargo, esta antigua ley de la psicología humana no debería propulsarnos al otro extremo, como les ha ocurrido a los catalanes tras el franquismo, sino a respetar y valorar los dominios de la libertad.
Ramon A. Obrador
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