domingo, 15 de noviembre de 2015

El carné y el llavero



Acabo de leer un artículo, en El Mundo de ayer, de Pedro Simón.
Real como la vida misma:


Cuando yo empecé a trabajar, mi padre se me acercó un día, me puso la mano en el hombro y me dijo que la obligación de todo trabajador que se precie era estar afiliado a un sindicato.


Cuando él dejó de hacerlo por un ERE en la Peugeot, mi padre se me acercó un día, me puso la mano en el hombro y me dijo que no fuese gilipollas y que iba a romper el carné de Comisiones Obreras.

El caso es que yo ya hacía el gilipollas de muchas maneras, pero todavía no me había dado por la filiación sindical. Y entonces, desoyendo su consejo, me apunté en plan rebelde a un sindicato, para tener otro carné además del del Atleti, que por entonces me daba más disgustos que el copón. No es que mi padre (al que vi llorar sentado en una silla verde del salón) se hubiese hecho de derechas, no. Es que él seguía siendo de izquierdas y los sindicatos ya no.

(...)

"Los sindicatos (engrasados con donaciones multimillonarias) no han movido un dedo por los que veían desaparecer sus puestos de trabajo, los que perdían sus pisos y los que tenían que cerrar sus empresas", escribió Rafael Chirbes en clave de no ficción. Fue precisamente eso (y que le dieran un llavero y no una solución la única vez que fue al sindicato a pedir ayuda) lo que terminó de hundir a mi viejo.

"O las agrupaciones que nacieron por defensa de los trabajadores vuelven a ser lo que eran o jamás les repetiré a mis hijos la frase que un día me dijo mi padre"

Grandes centrales sindicales que han hecho de la subvención un modo de vida y de lucro. Estructuras de poder que han comulgado con la corrupción política y financiera. Tipos que no saben quién era una mujer llamada Federica Montseny pero sí saben dónde comer buen centollo con dinero público. Dirigentes sindicales que han jugado a la piñata con los ERE andaluces. Un ejército de miles de liberados para terminar dándole a un obrero de Carabanchel un llavero.

Una mañana de otoño me encontré en el 34 con otro hombre con el pelo blanco. Me levanté del asiento nada más verlo, me acerqué a él decidido y el tipo me dijo: "No, no, no. Deja. Si me bajo en la siguiente parada". Yo le expliqué que no quería darle el asiento sino las gracias. Sin más. Se llamaba Marcelino Camacho.

Hoy ya no queda nada de aquello y las grandes centrales sindicales son sospechosas por lo que callan y por lo que hablan, por lo que hacen y, sobre todo, por lo que dejan de hacer.

Aquí se fueron el Rey Juan Carlos, Rato, Rubalcaba, Aguirre, Los del Río y hasta Pedro Jota. Pero hay tipos como Cándido Méndez que llevan más de 20 años encadenados en la proa de un fueraborda tomando el sol con gasolina de todos.

El mismo año en que se fundó Comisiones Obreras -1976-, el poeta canario Antidio Cabal dijo que era hora de que los cristianos se cristianizasen o desaparecerían. Pues eso precisamente. O aquellas agrupaciones que nacieron en la defensa de los trabajadores vuelven a ser lo que eran o yo creo que jamás les repetiré a mis hijos aquella frase que un día me dijo mi padre, que todavía tiene las manos duras y el corazón blando.

¿Qué fue de los sindicatos? ¿Quién conoce los secretos del arte de la domesticación? ¿Qué tendría que poner en la pancarta? ¿Por qué no nos ponemos detrás?

A estas alturas a uno le sale la respuesta del mexicano Carlos Monsiváis: "O ya no entiendo lo que está pasando, o ya no pasa lo que estaba entendiendo

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