Artículo de Pérez Reverte Publicado el 21 de Agosto de 2011
Sobre imbéciles y malvados
No quiero, señor presidente, que se quite de en medio sin dedicarle un recuerdo con marca de la casa. En
esta España desmemoriada e infeliz estamos acostumbrados a que la gente se vaya
de rositas después del estropicio. No es su caso, pues llevan tiempo diciéndole
de todo menos guapo. Hasta sus más conspicuos sicarios a sueldo o por la cara,
esos golfos oportunistas -gentuza vomitada por la política que ejerce ahora de
tertuliana o periodista sin haberse duchado- que babeaban haciéndole succiones
entusiastas, dicen si te he visto no me acuerdo mientras acuden, como suelen,
en auxilio del vencedor, sea quien sea. Esto de hoy también toca esa tecla,
aunque ningún lector habitual lo tomará por lanzada a moro muerto. Si me
permite cierta chulería retrospectiva, señor presidente, lo mío es de mucho
antes. Ya le llamé imbécil en esta misma página el 23 de diciembre de 2007, en
un artículo que terminaba: «Más miedo me da un imbécil que un malvado». Pero
tampoco hacía falta ser profeta, oiga. Bastaba con observarle la sonrisa,
sabiendo que, con dedicación y ejercicio, un imbécil puede convertirse en el
peor de los malvados. Precisamente por imbécil.
Agradezco muchos de sus esfuerzos. Casi todas las intenciones y algunos logros me hicieron creer que
algo sacaríamos en limpio. Pienso en la ampliación de los derechos sociales, el
freno a la mafia conservadora y trincona en materia de educación escolar, los
esfuerzos por dignificar el papel social de la mujer y su defensa frente a la
violencia machista, la reivindicación de los derechos de los homosexuales o el
reconocimiento de la memoria debida a las víctimas de la Guerra Civil. Incluso
su campaña para acabar con el terrorismo vasco, señor presidente, merece más
elogios de los que dejan oír las protestas de la derecha radical. El problema
es que buena parte del trabajo a realizar, que por lo delicado habría
correspondido a personas de talla intelectual y solvencia política, lo puso usted,
con la ligereza formal que caracterizó sus siete años de gobierno, en manos de
una pandilla de irresponsables de ambos sexos: demagogos cantamañanas y
frívolas tontas del culo que, como usted mismo, no leyeron un libro jamás. Eso,
cuando no en sinvergüenzas que, pese a que su competencia los hacía conscientes
de lo real y lo justo, secundaron, sumisos, auténticos disparates. Y así,
rodeado de esa corte de esbirros, cobardes y analfabetos, vivió usted su
Disneylandia durante dos legislaturas en las que corrompió muchas causas
nobles, hizo imposibles otras, y con la soberbia del rey desnudo llegó a creer
que la mayor parte de los españoles -y españolas, que añadirían sus Bibianas y
sus Leires- somos tan gilipollas como usted. Lo que no le recrimino del todo;
pues en las últimas elecciones, con toda España sabiendo lo que ocurría y lo
que iba a ocurrir, usted fue reelegido presidente. Por la mitad, supongo, de
cada diez de los que hoy hacen cola en las oficinas del paro.
Pero no sólo eso, señor presidente. El paso de imbécil a malvado lo dio usted en otros aspectos que en
su partido conocen de sobra, aunque hasta hace poco silbaran mirando a otro
lado. Sin el menor respeto por la verdad ni la lealtad, usted mintió y
traicionó a todos. Empecinado en sus errores, terco en ignorar la realidad,
trituró a los críticos y a los sensatos, destrozando un partido imprescindible
para España. Y ahora, cuando se va usted a hacer puñetas, deja un Estado
desmantelado, indigente, y tal vez en manos de la derecha conservadora para un
par de legislaturas. Con monseñor Rouco y la España negra de mantilla, peineta
y agua bendita, que tanto nos había costado meter a empujones en el convento,
retirando las bolitas de naftalina, radiante, mientras se frota las manos.
Ojalá la peña se lo recuerde durante el resto de su
vida, si tiene los santos huevos de entrar en un bar a tomar ese café
que, estoy seguro, sigue sin tener ni puta idea de lo que vale. Usted, señor
presidente, ha convertido la mentira en deber patriótico, comprado a los
sindicatos, sobornado con claudicaciones infames al nacionalismo más
desvergonzado, envilecido la Justicia, penalizado como delito el uso correcto
de la lengua española, envenenado la convivencia al utilizar, a falta de
ideología propia, viejos rencores históricos como factor de coherencia interna
y propaganda pública. Ha sido un gobernante patético, de asombrosa indigencia
cultural, incompetente, traidor y embustero hasta el último minuto; pues hasta
en lo de irse o no irse mintió también, como en todo. Ha sido el payaso de
Europa y la vergüenza del telediario, haciéndonos sonrojar cada vez que
aparecía junto a Sarkozy, Merkel y hasta Berlusconi, que ya es el colmo. Con
intérprete de por medio, naturalmente. Ni inglés ha sido capaz de aprender,
maldita sea su estampa, en estos siete años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario