El filósofo navarro
advierte que la sociedad no tratará a los niños por el grado de felicidad que
tengan, sino por aquello que sepan hacer
Para el filósofo Gregorio Luri, buen conocedor del mundo educativo, y autor de «Mejor Educados» (Ariel), es mucho más sensato enseñar a nuestros hijos a
superar las frustraciones inevitables que hacerles creer en la posibilidad
de un mundo sin frustraciones. Luri, además, es especialmente crítico con
aquellos que desean hijos felices. «Primero, yo creo que lo que hay que hacer
es amar a la vida, no a la felicidad. Y no se puede amar a las dos al mismo
tiempo. Porque la felicidad solo se puede conseguir jibarizando a la vida. Es
decir, por medio de la idiocia. Además, no creo que existan los niños felices». Así lo asegura el ensayista navarro para quien la
infancia no solo no es feliz, sino que suele ser una edad «terrible». «La
vida es muy compleja. Otra cosa es que pueda haber momentos de gran alegría en
la infancia. Pero también puede haberlos diez minutos antes de tu muerte»,
advierte. «Eso sí, teniendo también claro que no queremos hijos infelices y que
lo contrario de la felicidad no es la infelicidad», matiza
—A cualquier padre que se le pregunte
responde que quiere un hijo feliz. Y es abrumadora la sobreoferta de obras de
psicología y de noticias que indican el camino más corto para llegar a la
felicidad.
—A esos padres les pediría que
abrieran los ojos y que me dijeran qué ven. La vida es compleja, llena de
incertidumbres, y con un sometimiento terrible al azar. Estoy empezando a
pensar que hay un sector de educadores postmodernos que se han convertido en el
aliado más fiel de la barbarie, que lo que hacen es ocultar la realidad y sustituirla
por una ideología buenista, acaramelada, y de un mundo de «teletubbies».
Personalmente, me resultan más atractivas la valentía y el coraje de afirmar la
vida. Tenga usted un hijo feliz y tendrá un adulto esclavo, o de sus deseos
irrealizados o de sus frustraciones, o de alguien que le va a mandar en el
futuro. Personalmente, me resulta mucho más atractiva la valentía, el coraje de
afirmar la vida. Algo que ha sido, por otra parte, la gran tradición occidental
desde Homero hasta hace dos días: Querer a la vida a pesar de que esta es
injusta, tacaña, austera. No querer a la vida porque encontramos la forma
de diluirnos todos en un acaramelamiento que hasta me parece soez. Ahora la
felicidad se entiende como un recorte de las aspiraciones.
—Tampoco queremos hijos infelices.
—En absoluto, eso sería de juzgado
de guardia. Hay que tener claro que lo contrario de la felicidad no es la
infelicidad, es la realidad. Hay que asumir la complejidad del mundo. Como
seres humanos nuestro deber no es ser felices, es desarrollar nuestras
capacidades más altas. Y la felicidad es una ideología que milita contra esto.
¿Por qué? Por la simpleza de nuestros teóricos, que nos llevan a una felicidad
en cursivas. Procure que sus hijos no sean infelices, y después enséñeles la realidad,
a sobrellevar sus frustraciones, a sobrellevar un no. Estamos creando niños muy
frágiles y caprichosos, sin resistencia a la frustración, y además convencidos
de que alguien tiene que garantizarles la felicidad. Y si alguien no se la
garantiza, se encuentran ante una desgracia metafísica. Porque cuando nuestros
hijos salgan al mercado, la sociedad no les va a medir por su grado de
felicidad, sino por aquello que sepan hacer, que es exactamente lo que se
le pide a las personas con las que nos relacionamos. Cuando vamos al dentista,
no nos importa que sea feliz, sino que sea profesional en lo que hace. Si
necesitamos un fontanero, querremos que sea eficiente, rápido, y a ser posible
barato. Hombre, si es amable, mejor. Pero desde luego no vamos a valorar si es
un fontanero feliz. Además, me parece muy sano que nuestras relaciones
sociales, especialmente con los desconocidos, no estén mediadas más que por su
profesionalidad, sin necesidad de estar pendientes de la emotividad.
—En su libro «Mejor educados» tiene
un capítulo que reza: «Desconfíe del profesor que quiere hacer feliz a su
hijo». ¿También de la escuela?
—De las que prometen «experiencias».
Una escuela lo que tiene que ofrecer es la posibilidad de realizar
trayectorias, no experiencias. Y en el caso concreto de los niños pobres, la
posibilidad de cambiar de trayectoria, de liberarse, y de abrirse puertas. En
educación o se puede ser «progre» con los pobres. Si vuestros hijos van a una
de esas escuelas en las que Bucay es el intelectual de referencia, competir
está prohibido, cuando juegan, todos ganan y nadie pierde, y se considera más
importante educar emocionalmente que enseñar álgebra, entonces, manteneos
vigilantes. El mundo, sea lo que sea, no es un fruto de nuestro deseo. Y está
muy bien que no sea así, porque si no cada uno tendríamos el nuestro. Y la
realidad es aquello que un escritor catalán decía: «Ante la realidad, siempre
se está en primera fila». Esto hay que saberlo. Y de todas formas, te llevas
unos cuantos sopapos en la vida. Lo cierto es que hay que estar listo para eso.
Pero... ¿para qué estamos preparando nosotros a nuestros hijos? Para ser
felices, mientras las madres «tigre» chinas, por ejemplo, entrenan a sus hijos
para que sean capaces de ir a cualquier universidad del mundo. Nos puede
parecer que son demasiado estrictas, pero la realidad de los resultados de sus
hijos nos obliga a no hacer demasiadas bromas con ellas, porque existe la
posibilidad de que en el futuro sean los jefes de los nuestros. ¿Conclusión?
Queramos hijos felices, que tendremos que ir con nuestro currículum de la
felicidad a buscar trabajo en empresas chinas.
—En este sentido, usted aboga por
las escuelas tradicionales, frente a otras modernidades pedagógicas. ¿Por qué?
—Mire, hay escuelas, tanto públicas
como privadas, que ponen gran entusiasmo en dejar bien claro que no son
tradicionales. Viven en la fantasía de que una escuela no puede ser buena si no
ha roto con la tradición pedagógica. Quieren ser exclusivamente escuelas del
siglo XXI. No es raro que se definan a sí mismas con fórmulas retóricas muy
sofisticadas detrás de las cuales no hay ningún contenido claro. Pienso en la
psicología positiva, la educación emocional, las inteligencias múltiples...
etcétera. Frente a esto, están las escuelas tradicionales, llenas de
imperfecciones sí, pero que acumulan una larga experiencia de ensayos y de
errores que deberíamos tener en cuenta antes de jugarnos la educación de
nuestros hijos a la única carta de nuestra ingenuidad. Es más, con frecuencia
la pedagogía beata añade a su propuesta de hacer felices a los niños algo que
parece más serio: «hacerlos mejores personas». ¿Pero se puede puede ser mejor
persona sin conocimientos, sin capacidad para mantener la atención, sin
competencias, sin hábitos? Piense usted en su propio mundo antes de responder a
esta pregunta: ¿Se puede ser creativo sin tener conocimientos? ¿Y la memoria,
es un estorbo para tener conocimientos?
—También asegura usted en su obra
que la escuela perfecta no existe.
—Esto hay que tenerlo claro cuando
se busca un centro educativo para los hijos. Cada escuela tiene sus puntos
débiles. Y esto causa una cierta frustración a muchas familias, pero así son
las cosas: no existen ni la familia ni la escuela perfecta. Lo que hay que
pensar es en el clima intelectual de la familia y en los hábitos de trabajo que
reinan en ella. Esos serán mejores indicadores del éxito o el fracaso escolar
del niño que la escuela misma. Y, desde luego, el trabajo diario de los niños
nos predice con más fiabilidad su futuro éxito que la cantidad que paguemos de
cuota escolar.
—Los padres de ahora, ¿son demasiado
flexibles con sus hijos?
—No, lo que están es perplejos. Y
existen elementos objetivos para su perplejidad. En contra de lo que se dice de
que los padres han dimitido, pienso que están más preocupados que nunca, quizá
demasiado. En este sentido, soy partidario de reformular los derechos de los
niños. El primero de todos sería que los hijos tienen derecho a tener unos
padres tranquilos, que no estén continuamente preocupados, pendientes de qué
tienen que hacer en el momento en que se encuentran sus hijos. Segundo, que
tienen derecho a tener unos padres imperfectos. Porque así tienen relación con
seres humanos. Voy a decir algo que me parece esencial: ser adulto, o hacerse
adulto, es aprender a querer a los que te rodean a pesar de que estén llenos de
faltas. La clave de todo esto de la felicidad es una ideología muy extraña que
considera que la vida es un conjunto de problemas, cuya respuesta nos la puede
dar no sé qué sabiduría, y en el momento en que tengamos respuesta a esa
sabiduría seremos felices. Eso es un cuento chino.
Las redes sociales y la felicidad:
«Nadie puede considerarse feliz hasta el día de su muerte»
—Es muy común alardear de felicidad
a través de internet.
—No veo el porqué ir proclamando
sentimientos por ahí, ni porqué estar contaminando a los demás de mi estado
emotivo... Cada uno tiene sus propias preocupaciones. La gente es muy cansina
alardeando de lo felices que son, y las redes sociales no ayudan, desde luego.
Hay una historia clave y maravillosa de Herodoto en el segundo libro de su
historia, que lo explicaría muy bien: Un día el rey Creso recibe a Solón de
Atenas, un poeta, reformador, legislador y estadista ateniense, uno de los
siete sabios de Grecia. Cuando llega a palacio, Creso le señala su tesoro y le
pregunta ¿conoces a alguien más feliz que yo? y Solón de Atenas le responde:
«Nadie puede considerarse feliz hasta el día de su muerte». Esta es la
paradoja. Creso no entiende sus palabras hasta que los persas conquistan su
reino, lo cogen prisionero, y lo ponen en una pira para prenderle fuego y que
muera. Cuando va a morir comienza a llorar y le preguntan: ¿Qué te pasa? «Es
que me estoy acordando de las palabras de Solón», responde. Porque ni puedes
controlar la fortuna de verdad, ni tus estados de ánimo. Son los estados de
ánimo los que te dominan a tí, y al que me diga que es capaz de programar el
estado de ánimo que va a tener dentro de tres días a las cinco quince, yo me
veo obligado a decirle que es un memo. Son los estados de ánimo los que se
apoderan de nosotros. Por eso a veces no entendemos porque estamos de mal humor
si tenemos una familia a la que queremos, un buen trabajo... Los estados de
ánimo son un estado antropológico muy importante y muy serio, y no obedecen a
una programación técnica.